La sociedad del espectáculo Análisis de Assassin’s Creed Unity

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«Llegados a este punto, tengo que decir que este promiscuo, insumiso, pichabrava, escritor de porno y antisistema es el tío más francés del mundo». Con estas palabras describe el glosario de personajes de Assassin’s Creed Unity a Honore Gabriel Riquetti, a la sazón Conde de Mirabeau y uno de nuestros principales aliados en nuestros primeros pasos rajando gargantas por el París revolucionario. De manera similar a una sesión cualquiera de nuestro hemiciclo, semejante dechado de virtudes describe de una manera bastante precisa las razones por las que me hubiera gustado ser francés. Siempre he pensado que una de las virtudes más envidiables de los gabachos es su facilidad para comenzar a quemar coches si la situación lo requiere, y su amplio historial de desobediencia, revueltas, y revoluciones a gran escala es buena muestra de ello. En cualquier caso, la lección es evidente: el francés es un pueblo al que resulta mucho más caro tomarse a broma. Deberíamos fijarnos en ello.

Más reciente a nosotros, en el tiempo y en las motivaciones, que la gran Revolución Francesa en la que se basa este Unity, Mayo del 68 supuso una rebelión contra el artificio y la vacuidad de los valores burgueses, contra una realidad de plástico que limitaba la misma existencia humana a su capacidad para consumir. Uno de sus padres intelectuales fue Guy Debord, miembro fundador de la Internacional Situacionista. Su obra cumbre, «La sociedad del espectáculo», diseccionaba a lo largo de nueve capítulos el proceso de deshumanización impuesto por las modernas sociedades de consumo, sentenciando que «Todo lo que una vez fue vivido directamente se ha convertido en una mera representación». Qué poco imaginaba Debord en 1967 que al escribir estas líneas estaba describiendo de manera inquietántemente precisa el devenir de la saga de Ubisoft, y más concretamente de su última entrega.

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Pongámonos en situación. Tras infiltrarse con intenciones poco claras en el edificio de la actual Bolsa de Comercio de París y despachar a los correspondientes guardias, nuestro héroe, un atlético asesino en prácticas con problemas con la autoridad, decide cubrir sus huellas con fuego, arrojando unas cuantas lámparas entre los andamios en construcción. A renglón seguido, quién lo hubiera imaginado, se desata un incendio bastante interesante, y tras encogerse de hombros, el buen hombre acomete una desesperada carrera en pos de salvar su culo, iniciando una estupendamente coreografiada secuencia de explosiones y desprendimientos hasta que finalmente abandonamos el edificio impulsados por una desproporcionada deflagración. El espectáculo como fín a cualquier precio, una situación sin pies ni cabeza envuelta en un carísimo papel de regalo tras la que cuesta no imaginar uno de los dramas más repetidos de esta industria: el guionista que, tras meses de no ser invitado a las reuniones, se encuentra con la patata caliente de buscar una justificación plausible para cuatro tiroteos, un descenso en parapente y una estampida de elefantes en un centro comercial. Como mostrara de manera brillante The Stanley Parable, el papel reservado al jugador en la gran mayoría de los videojuegos modernos no pasa del de una mera marioneta, pero pocos muestran tan poca preocupación a la hora de esconder los hilos y al señor con corbata que los maneja.

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El resultado de este tipo de situaciones, claro, es que la credibilidad vuela por los aires. No somos un asesino escapando de una situación límite racionalmente justificada, sino que nos limitamos a interpretar el papel estrella en un espectáculo hollywoodiense que está ahí porque tocaba. Por desgracia, este factor de mera interpretación no queda limitado a las secuencias scriptadas y los set pieces pseudo interactivos, sino que aparece con demasiada frecuencia para herir de muerte a la que debería ser la pieza básica que sustentara la experiencia, esto es, a su jugabilidad básica. Al bucle más repetido en la serie, junto con las carreras por los tejados, esto es: tres guardias, un patio y una hoja oculta. Ingredientes más que de sobra para construir momentos memorables basados en el sigilo y la planificación, que quedan dinamitados cuando un agarre contextual falla o una cobertura decide dejarnos avanzar solo hasta cierto punto. O peor aun, cuando un mozo de cuadra, con aire despreocupado, nos observa avanzar de esquina en esquina como las vacas miran al tren, acogiéndose al convenio colectivo de los NPC para no dar la voz de alarma porque a él solo le pagan por hacer bulto. La cuarta pared se desploma, y tras ella un ejecutivo de Ubisoft nos saluda con la manita. The cake is a lie.

Y es una verdadera lástima, porque este tipo de fallos de bulto vienen a lastrar un Assassin’s Creed que acierta al apostar como ningún otro en la serie (salvo quizá el original) por lo que nunca deberían de haber dejado de ser las señas de identidad de una saga así titulada, es decir, por el sigilo y la libertad de acción, al menos sobre el papel. En este sentido, y en muchos otros, Assassin’s Creed Unity significa una apuesta en firme por volver a los orígenes, y es de aplaudir su valentía a la hora de abandonar mecánicas y añadidos muy celebrados pero completamente accesorios y ajenos a su esencia original, como la caza o las batallas navales. El propio sistema de control ha sufrido un rediseño considerable, y a excepción de alguna nueva incorporación a nuestro arsenal de movimientos como la muy necesaria posibilidad del descenso controlado, se ha acertado al saber separar el grano de la paja, eliminando lo que no sumaba y consiguiendo un armazón mucho más eficiente. La muestra más evidente es la designación de uno de los gatillos para el avance sigiloso, una declaración de intenciones en toda regla, que en demasiadas ocasiones queda malograda por la citada aleatoriedad de elementos como las coberturas o las acciones contextuales.

assasssins creed unity art1En lo que quizá, y de manera más amarga de lo que parece, podríamos catalogar como el Assassins’s Creed de las buenas intenciones, destaca asimismo el intento de hacer de las misiones de asesinato experiencias un par de puntos más abiertas que los cuadriculados eventos de ediciones anteriores. Durante todos estos años, la receta de Ubisoft para atajar la supuesta monotonía de su planteamiento original se había basado en la fuerza bruta, sepultando la libertad de la que gozaran este tipo de misiones en la aventura de Altair bajo una montaña de scripts y situaciones coreografiadas de antemano. En esta ocasión, Unity no se averguenza en mirar al pasado, e intenta capturar parte de la esencia del original ampliando nuestro abanico de posibilidades a la hora de ajusticiar a los diferentes objetivos marcados por la Hermandad.

De esta manera, a nuestro objetivo principal siempre le acompañarán una serie de objetivos secundarios, llamados aqui oportunidades, en la forma de pequeños retos opcionales que nos faciliten la huida o la propia infiltración. Desde organizar una revuelta de prisioneros a distraer a los invitados de un baile mediante unos fuegos artificiales improvisados, estos objetivo añadidos ayudan a la hora de salpimentar las misiones, pero vuelven a ejemplificar la libertad de cartón piedra que lastra toda la propuesta de Unity: son secuencias cerradas, muy a menudo incluso acompañadas de cinemáticas, que no dependen en absoluto del input del jugador. Por si fuera poco, la acostumbrada compulsión de Ubisoft a la hora de diseminar iconos por el minimapa no les hace ningún favor, y todo se acaba reduciendo a acudir a las posiciones marcadas antes de acometer el objetivo principal. Un nuevo baile de máscaras, una caricatura de la jugabilidad emergente que ofrecen otros títulos con los que teóricamente comparte género, que termina reduciendo una vez más el plato fuerte del menú a un mero espectáculo de variedades, aunque esta vez los actos aparezcan desordenados.

Pese a resultar fallidos desde el punto de vista del diseño y de la libertad de acción, este tipo de artimañas a la hora de acometer los asesinatos adquieren una relevancia inesperada debido a la que a buen seguro es la novedad que con más urgencia reclamaba la serie, y donde Ubisoft, esta vez sí, acierta sin paliativos: la remodelación del sistema de combate. Atrás quedaron, gracias al cielo, aquellas pantomimas ridículas donde un círculo de aguerridos agentes templarios esperaban educadamente su turno para ser ensartados por nuestro protagonista. Ahora los enemigos son una amenaza real, que reacciona de manera igualmente real y espera el momento más dolorosamente oportuno para alojarnos una jabalina en mitad de la espalda. Esto se hace patente desde las propias animaciones, que pese a seguir a un nivel fabuloso han abandonado las impostadas coreografías de ediciones anteriores para mostrarnos un combate más sucio, más pesado, de puñaladas y bloqueos atropellados, a contrapié. Unity se apunta así al camino marcado por obras como The Last of Us o Tomb Raider y busca utilizar la propia animación como herramienta narrativa, situándonos más lejos del ballet y más cerca de la reyerta navajera que demandan los sucios callejones parisinos. La traducción jugable de todo esto es que encontrarse con cinco señores armados en un palmo de terreno ya no es la barra libre que conocíamos, y afrontar las misiones aporreando la puerta principal a pecho palomo es una idea fantástica si queremos dar con los huesos en el menú de cargar partida. De todas las que se han intentado a lo largo de todos estos años, esta era la única manera de poner en valor todos sistemas de infiltración alternativa con los que ha jugado la serie desde sus inicios, y es un alivio que por fin alguien haya reparado en ello.

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Para celebrar la puesta de largo de este nuevo sistema de combate, Ubisoft ha intentado dotar a este Unity de una mayor profundidad coqueteando con ciertos elementos clásicos del RPG. Así, tanto las habilidades de nuestro asesino como el numerosísimo arsenal en forma de armamento, armadura y equipo estará abierto a la personalización, utilizando como moneda de cambio, eso si, un innecesariamente complejo sistema de divisas y puntuaciones que contrasta con el trabajo de refinamiento y simplificación del que hacen gala otros apartados. Se vuelve a lamentar aquí una desafortunada contaminación de elementos propios del free to play, algo que desgraciadamente se está convirtiendo en tendencia. La principal novedad de este sistema de personalización es su vinculación, por primera vez en la serie, a la realización de acciones concretas durante las misiones, incorporando un sistema de puntos de experiencia que incentivará, por ejemplo, las ejecuciones silenciosas o el uso de elevadores.

Este sistema, de la mano de la clásica mecánica de los objetivos opcionales, vuelve a señalar una intención clara por parte del estudio de diversificar los retos y dotar de una mayor variedad a las misiones, pero lamentablemente vuelve a fallar en su aplicación práctica. Y vuelve a fallar, por desgracia, porque vuelve a dejar de manifiesto la poca capacidad del estudio a la hora de suspender nuestra incredulidad. Si el objetivo opcional implica la realización de ejecuciones dobles, todos los guardias recorrerán el patio por parejas, y si nos pide ejecutar a tres tiradores desde una repisa, habrá exactamente ese número de ellos vigilando el patio. Desde la propia descripción de los objetivos tendremos muy claro el papel a interpretar esta noche, puede que incluso el recorrido exacto, y será muy frecuente vernos obligados a volver sobre nuestros pasos tras una situación ya superada para buscar una nueva mesa bajo la que deslizarnos o un nuevo señor al que disparar en la cara, solo por exigencias del guión. Para empeorar las cosas, el citado sistema de experiencia premia de manera desproporcionada el combate, convirtiendo el enfrentamiento gratuito en la via más rápida para hacer caja, y trabajando a toda máquina contra un guión que dibuja a nuestro asesino como un profesional que busca hacer justicia con el menor derramamiento de sangre posible.

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Para compensar todo este frenesí homicida del que hacen gala las misiones principales, las calles de París estarán literalmente desbordadas de todo tipo de misiones secundarias donde llevar a cabo nuestra labor de vigilante con leotardos. Desde las acostumbradas tareas de dar caza a carteristas o defender a los viandantes hasta novedades como la resolución de asesinatos, el Paris de la revolución es un auténtico parque temático de la justicia social, y un simple vistazo al minimapa revela en todo momento un festival de oportunidades para ir a rescatar gatitos subidos a los árboles. Muchas de estas misiones, además, contarán con diálogos, cinemáticas y líneas argumentales más o menos complejas, quedando para un capítulo aparte las misiones cooperativas, que se alejan de la simple arena multijugador que muchos temíamos para mostrar un cuidado incluso superior a algunas misiones de la historia principal. La cantidad de contenido es apabullante, y en ese sentido sin duda es el Assassin’s Creed más grande hasta la fecha. Desgraciadamente, de nuevo, no todo son buenas noticias.

Volvamos por un momento a Mayo del 68, y a los situacionistas. Curiosamente, una de sus principales herramientas a la hora de criticar el status quo era el propio diseño urbanístico de las ciudades modernas, basado en principios exclusivamente funcionales, que separa de manera física los espacios destinados a la producción, el ocio y el alojamiento, subrayando la cadena de montaje en la que se pretende convertir la existencia humana. Como alternativa, sus teóricos formularon el principio del urbanismo unitario, un diseño metropolitano que emborronara estas áreas y propiciara un ambiente más vivo, de exploración y descubrimiento constante. Un diseño que propiciara, en definitiva, la creación de situaciones. Resulta evidente que, sin entrar a debatir su aplicación al urbanismo real, estos principios deberían suponer el padre nuestro de todo diseñador de espacios urbanos orientados al videojuego, y muy especialmente al sandbox. Sin saberlo, los revolucionarios franceses estaban indicando el camino a una Ubisoft que, pese a jugar en casa, ignora de manera absoluta estos preceptos para ofrecer una reproducción de París impresionante desde el punto de vista artístico pero carente de vida, por muy transitados que estén sus callejones next gen. El descubrimiento, la aventura, el propio entretenimiento, están ferreamente regimentados por una miriada de iconos de colores que nos ofrece siempre algo que hacer, pero ignora por completo la capacidad de otros estudios –resulta dificil no acordarse de Rockstar– para alimentar situaciones realmente emergentes.

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Aun así, Paris cautiva. Y lo hace por ser, quizá, la más fidedigna recreación de un emplazamiento y de un momento histórico concreto que ha dado este medio en su historia. El trabajo a nivel artístico es absolutamente demencial, y resulta un verdadero regalo que Ubisoft haya abandonado su tendencia a ambientar la saga en arquitecturas cada vez mas planas – las colonias americanas, el caribe, el parking de un Carrefour – y, de nuevo, podamos escalar Notre Dame. La reconstrucción del París de la revolución, la sensación tan marca de la casa de vivir la historia en primera persona, se consigue aquí como nunca antes, y está además arropada por un apartado gráfico que disipa todas las dudas sobre su posible implementación en máquinas de la pasada generación tras un par de carreras por los tejados al amanecer. Y si Notre Dame o la Bastilla nos saben a poco, el juego sabe no tomarse demasiado en serio a sí mismo y se permite alguna que otra cabriola espacio temporal, porque irse de París sin escalar la torre Eiffel no era plan, aunque nos pillara algún que otro siglo a desmano.

Y es en este momento donde la serie se quita la careta, y se desmarca del sandbox tradicional, donde quizá no pasara del aprobado, para revelar que su género es otro. Es el de los valores de producción desenfrenados, el de la escala, y en suma, el de la superproducción plenamente consciente de si misma. Es la culminación de una manera de entender los videojuegos que quizá incomoda alabar, y que termina haciéndose disfrutable tras sepultar sus innumerables errores de bulto bajo el peso del espectáculo, de cientos de miles de horas de trabajo y, por qué no decirlo, de mucho, de muchísimo dinero.

Es, en definitiva, la muestra definitiva de la manera Ubisoft de entender el sandbox. Sustituir el cajón de arena por una obra de teatro organizada por los padres Agustinos, con gymkanas, y carreras de sacos, y dos niños peleando con espadas de papel de aluminio y leyendo su texto de un folio mientras sus compañeros se sacan un moco esperando su turno de hacerse los muertos. Mucho más espectacular, qué duda cabe. Aunque quizá hubiéramos preferido pelarnos las rodillas y comer gusanos.

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Acerca de Enrique Alonso

Nintendero en el exilio y faro de la moral de occidente. Adicto al PSG y a las Lays Gourmet de corte fino. En bañador gano mucho.

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